MUESTRA. Desde el 29 de junio al 16 de septiembre, el MALBA ofrece una antología de las obras de Yayoi Kusama conocida como la mayor artista plástica japonesa viva. Un recorrido alucinante que vale la pena hacer.
A excepción de quienes se han especializado en la materia, los curiosos ocasionales que asistimos a exposiciones de arte plástico estamos poco familiarizados con los criterios que permiten juzgarlo, para ser en extremo maniqueístas, como bueno o malo.
Esta informalidad se intensifica cuando se trata de arte moderno, es decir, aquel que, a diferencia del arte clásico, evaluable según un modelo único a imitar, es un espacio de libertad en el que coexisten una multitud de tradiciones y de búsquedas junto a poses y estafas.
Desde el gesto vanguardista de Duchamp, pleno de sentido en su momento, de firmar un mingitorio y exhibirlo en la exposición de París, a la institucionalización del ready-made como método, distinguir se ha vuelto complejo, pero sólo en la medida en que uno no abra las puertas de la percepción.
La muestra de Yayoi Kusama, quien nació en Japón en 1929, reúne más de 100 obras creadas entre 1950 y 2013. Incluye pinturas, trabajos en papel, esculturas, videos e instalaciones. Lo producido a partir de los ‘60, etapa que transitó en Nueva York trabando amistad con personalidades como Andy Warhol y Joseph Cornell, la hizo famosa. Allí encontró su lenguaje: lunares, puntos que todo lo cubrirán en adelante. Esto, los materiales y colores, lo sexual como elemento insoslayable y la repetición como técnica la sitúan dentro del pop art.
Tal categoría, amplísima, no da cuenta de una obra que lejos de la impersonalidad del pop, logra comunicar su origen conflictivo.
Que no se malentienda, la muestra es más que entretenida (término no apto para hablar de arte). La excelencia de la disposición planteada por los curadores invita a recorrer un camino que se inicia en el primer piso con pinturas abstractas sobre papel, anteriores a su viaje a Estados Unidos. Luego aparecen sillones, valijas y otros objetos de uso cotidiano compuestos de blandos penes de tela blancas. Se exhiben también posters, estos sí definitivamente pop, que invitan a orgías o pregonan su antibelicismo. Una instalación en un pequeño cuarto espejado en su totalidad deja crecer una tupida mata de penes con lunares rojos. Se sigue por otra, llamada “Estoy acá, pero nada” en la que un piano, una mesa, repisas etc. integran un living plagado de lunares fosforescentes, iluminados por una luz negra. Antes de tomar el ascensor que lleva a la planta baja, en la que se ven las últimas obras de Yayoi, hay que atravesar Infinity Mirrow Room, un cubo oscurísimo y espejado habitado por puntos lumínicos de colores que semeja una galaxia.
Detrás de esta superabundancia de puntos estalla una idea que nació de una alucinación.
Desde los doce años Yayoi veía puntos en todas partes componiendo un mundo ajeno y amenazante. Con el tiempo, dice en su autobiografía, pudo descubrir en ellos un patrón que reenviaba a la infinitud del universo a la que cada uno podía integrarse mediante la obliteración del yo: somos partículas entre millones de partículas y sólo existimos en tanto parte de una red.
En la planta baja y a primera vista, sobre la imponente altura de la pared blanca del hall, se destacan las coloridas pinturas que la japonesa de peluca roja y atuendo siempre a lunares produce en el presente desde su estudio en Japón, al que se acerca desde la clínica psiquiátrica en la que reside por decisión propia desde 1977.
Atravesando el hall, hay una sala que fue completamente blanca el día de la inauguración. Ahora está cubierta de stikers de lunares estridentes que los amables recepcionistas obsequian con la entrada para que el público los pegue en ella. Es la réplica invertida de “Estoy acá pero nada”, en la que el espectador reproduce sin querer el patrón que ve Yayoi.
Hay un cuento de Andersen, “El traje nuevo del emperador”, en el que dos buscavidas prometen confeccionar para el soberano un vestido en una exquisita seda cuya característica distintiva es ser invisible a los tontos. La ocasión en la que el pobre hombre desea lucir la prenda es un desfile. Por supuesto, simulan entregarle el vestido pero nada le dan y, como el emperador teme pasar por tonto se limita a pasear su desnudez con íntima congoja mientras el pueblo, que comparte el temor, aplaude la hechura de lo inexistente. Al final, un niño grita, sorprendido pero sin ánimo de denuncia, que el vanidoso emperador está desnudo.
Hay que mirar la muestra de Yayoi Kusama con la lúcida inocencia del niño. No porque en ella el emperador esté desnudo, sino porque su autenticidad se experimenta mejor desde esa posición.
Texto: María Soledad Franco
Fotos: cedidas por el MALBA